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Sobre la obscenidad de la transparencia - o sobre cómo “nublar” la imagen cinematográfica

Pablo Gasparini

 

Hace algún tiempo pasó por São Paulo el film The Wayward Cloud del taiwanés Ming-liang Tsai (último título de una trilogía compuesta, además, por What time is it there? de 2001 y The Skywalk is Gone de 2002). Con diálogos escasos y muchas canciones, el film nos presenta –entre otros personajes agobiados por la falta de agua en Taipei– a Hsiao-Kang, un improvisado actor de filmes pornos quizás ya un tanto harto del artificio gimnástico al que lo somete su empleo. Para sorpresa del auditorio, Hsiao-Kang aparece en determinado momento travestido como mujer y, paraguas formato sandía en mano, interpreta, al mejor estilo de los musicales de Hollywood, una serie de alegres entreactos de canto y danza en diferentes lugares de la ciudad. Tanto el travestimiento como la alusión a la sandía podían ser entendidos en virtud de los propios elementos que el film nos brinda, pero ¿a qué se debía aquella explosión inusitada de musicales con cientos de bailarines de expresión risueña y mirada de autómatas? El film poco explicaba, y muchas de sus escenas restaban, de hecho, opacas para quien ignorase la historia y la cultura de Taiwán.

Contra esta opacidad devenida de la velocidad con la que el cine nos depara (casi sin dispositivos mediadores) frente a lo extranjero, Malraux –escritor y ocasional cineasta de la guerra civil española (Sierra de Teruel)– sustenta que el séptimo arte promueve una gran fraternidad de imágenes. Por cierto, en Esquisse d’une psychologie du cinéma, Malraux sugiere que podrían considerarse tres etapas en una obra de arte: aquélla por la que la obra de arte es única, otra en la cual la obra de arte es reproducida y, finalmente, la conversión de la obra en un film, o sea en arte masivo. Independientemente de la clase de films en los que Malraux estaba pensando para sostener tal hipótesis, lo cierto es que el escritor creía en la mancomunidad que el arte podía ganar gracias al cine. Al convertir la obra de arte en mito, el cine –sustenta Malraux- tendría la capacidad de sobrepasar las barreras lingüísticas y hasta culturales. Al igual que Cocteau, Malraux parece creer que el trabajo de adaptación cinematográfica involucraría la conversión de los conceptos en mitos. Pero, ¿a qué mitos me remitía The Wayward Cloud? Más allá de apelar a ciertas situaciones comunes y a figuras cotidianas en la modernidad global, el film parece evocar leyendas “orientales” que hacen que su protagonista se torne, por ejemplo, una suerte de sufriente bestia acuática bajo el goteante tanque de un edifico de Taipei. Su canto y ambiguo erotismo, continuaba, en cierto modo, hermético y opaco. La claridad que podríamos esperar de la (supuesta) universalidad mítica no ayuda, por cierto, a que sus imágenes nos sean más transparentes y, quizás por eso mismo, por su falta de total traducción, por hablarnos en una lengua todavía extranjera, ciertas escenas de The Wayward Cloud, puedan, en este mundo cada vez más uniforme, apelar a ganar la extrañeza inherente al verdadero arte.

Por cierto, el ideal de transparencia, al menos en expresiones artísticas ligadas al cine - como el teatro y la literatura- supone siempre una sospechosa objetividad y una aparente y rápida comprensión. En el drama, la pretensión icónica de representar con fidelidad el mundo desplaza la experiencia teatral hacia el lado de la ilusión y el naturalismo. Por otro lado, en literatura, el ideal de transparencia ha sido el baluarte del realismo, una escuela que (al menos en su vertiente decimonónica) se quiso fuera de toda mediación para auspiciar un lenguaje en que, de manera algo edénica, palabra y cosa encajasen perfectamente. Sin embargo, si en lo que respecta al teatro, se ha señalado, desde Brecht, la pasividad intelectual y la mera participación emocional que implica la total iconocidad dramatúrgica; en literatura la palabra ha ganado un valor autónomo que complejiza su relación inmediata con el mundo. De hecho, si bien “pintar el mundo tal como es” pudo ser considerado obsceno en relación a cualquier tipo de perfección clásica (Flaubert será, recordemos, enjuiciado por haber escrito Madame Bovary), no es menos cierto que la transparencia estética del realismo pictórico y literario fue llevada al banquillo por los propios artistas. El hombre, de hecho, fue expulsado del paraíso, y su lengua, desde Babel, ha devenido extranjera.

No obstante, si quebrar la ilusión de transparencia ha dado, entre tantos otros, un Artaud en el teatro o, prácticamente, toda la vanguardia poética que marca la experiencia literaria hasta nuestros días, el cine no parece haber continuado los pasos (si es que esto fuera posible) de la radical Un perro andaluz de Buñuel. Exagerando el planteo, si el quiebre de la ilusión de un lenguaje estético transparente llevó a que la literatura, el teatro y la pintura apuntasen hacia su propia materialidad y se relacionasen con el mundo a partir de la admisión de la propia opacidad de su lenguaje, el cine parece no haber reconocido un quiebre tan abrupto. Por cierto, sería inimaginable que luego de pagar el precio de una entrada para ingresar a nuestras confortables butacas de nuestras aún más confortables salas de cine climatizadas, fuéramos shockados por una sucesión incomprensible de chispas prendiéndose y apagándose sobre la pantalla brillante. La imagen del cine, parece, está menos predispuesta a renegar de su transparencia. Tal vez esto pueda deberse a que el cine aún está relacionado, en la expectativa de cierto público, con una forma más de entretenimiento, y así esté menos predispuesto a “épater le bourgeois” (y, en forma más actual e insumisa, a atacar el a priori representacional que sustenta nuestra ideología de todos los días). Sin embargo, por otro lado, esta retención del cine en la transparencia de su lenguaje, tal vez pueda pretextarse en su propia naturaleza. De acuerdo a Robbe-Grillet, el cine es una lucha contra un material exterior que se le resiste, quizás porque, basado en el ineludible acuerdo entre el signo y aquello que el signo representa, el cine muestre más de lo que desearía y su “efecto de lo real” sea más difícil de eludir que en otras manifestaciones artísticas.

Fuere como fuere, lo cierto es que imágenes como las mostradas en el último film de Tsai, hieren de muerte el glamour de un aviso publicitario o la estereotipada New York entre secuencia y secuencia de un sitcom. Contra la diafanidad de estas imágenes globales, la creciente visibilización de experiencias realizadas por fuera de los grandes centros cinematográficos, aportan el –hoy en día– inadaptable y, en mayor o menor medida, liberador contacto con lo otro y el otro. Por cierto, lejos de supeditarse a la (en ocasiones) “adaptadora” operatoria de la traducción, a los caprichos de las políticas editoriales y a la lenta mediación de la crítica especializada, aspectos típicos del mercado literario, las intraducibles imágenes de los filmes viajan con la velocidad del rayo y, a veces, no necesitan siquiera ganar la confianza de las grandes compañías exhibidoras para llegar al público: los numerosos festivales internacionales se encargan de esto con eficiencia creciente. La velocidad de la modernidad, parece colaborar así a la opacidad y demorado tiempo de la extrañeza estética.

Leo en uno de los tantos blogs que se autodefinen como especializados en cine, que los musicales de The Wayward Cloud quizás sean una parodia de la americanizada televisión taiwanesa. En otro, que parece más serio, que el monstruo acuático interpretado por Hsiao-Kang debe leerse como una referencia más al simbolismo del agua en los filmes de Tsai. Sin embargo, como Hsiao-Kang –harto y a la vez cautivo de la obscenidad de las imágenes y de la consecuente negación del otro– prefiero, a la transparencia de esas explicaciones, la incertidumbre que me generó su paradójica y erótica distancia.