RELACION ENTRE EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y EL CONTROL POLITICO: EL CASO DE COLOMBIA
Carlos Bernal PulidoUna de las transformaciones más extraordinarias que ha sufrido el Estado a partir de la segunda posguerra, ha sido la expansión del control de constitucionalidad y la institución de tribunales constitucionales. La idea de que todas las normas y las acciones del Estado deben ajustarse a la Constitución y de que esta conformidad puede ser objeto de examen judicial, se ha extendido de forma vertiginosa hasta los más remotos lugares de la tierra. Un Estado tras otro ha sido integrado en la red de un sistema constitucional, a la cabeza del cual se encuentra la Corte Constitucional.
Ya no sólo en Europa y Estados Unidos, sino también en África, Asia y América Latina, se considera que el control de constitucionalidad es una institución esencial del Estado. Su función principal es atar a las mayorías parlamentarias y a los gobiernos de turno al mástil que representan los derechos fundamentales y las reglas del juego político establecidas en la Constitución para que no sucumban ante los cantos de sirena provenientes de las coyunturas políticas. El terrorismo, las crisis económicas y los cataclismos telúricos, políticos y sociales, que en todo tiempo acechan la estabilidad de cada nación, incitan a la restricción sin límites de la libertad y a soslayar que la pervivencia del Estado no puede pretenderse a costa de los derechos fundamentales. La propia existencia del Estado se justifica sólo en la medida en que pueda proteger los derechos fundamentales y garantizarles un óptimo margen de realización. El control de constitucionalidad aparece entonces como un mecanismo de protección de los derechos fundamentales y de los pilares del Estado, que busca impedir los desafueros de los gobiernos de turno, especialmente en tiempos de crisis.
No obstante, la sorprendente expansión del control de constitucionalidad a nivel mundial y la ingente producción teórica acerca de las funciones que esta institución debe cumplir desde el punto de vista de la ingeniería estatal, está acompasada por una desatención casi absoluta en lo que concierne a la observación de su práctica real y a los singulares efectos que su implantación en contextos culturales y políticos tan disímiles ha suscitado. El control de constitucionalidad ha experimentado circunstancias similares a la democracia y a los derechos humanos, instituciones que se han trasplantado desde las constituciones europeas, previstas para estados industrializados, hasta sociedades heterogéneas con economías laceradas por los rezagos del colonialismo y basadas en la exportación de productos primarios, que compiten en desventaja en el mercado global. Las reacciones que este transplante ha generado, no han sido examinadas con suficiente atención por los teóricos ni por la comunidad internacional. Por esta razón, no se ha debatido aún de forma detenida, si la asimilación de la justicia constitucional en sociedades periféricas como la colombiana, ha conducido a una mejor garantía de los derechos fundamentales y a un robustecimiento de la democracia, o al funcionamiento velado de un gobierno de los jueces de tipo aristocrático, que ha dado continuidad al dominio de las elites tradicionales.
Darío Echandía, uno de los presidentes colombianos más agudos del Siglo XX, sostenía de forma irónica que no da igual legislar para Dinamarca que para Cundinamarca (Cundinamarca es, en la división político administrativa de Colombia, el departamento que rodea el Distrito Capital de Bogotá). Con ello quería decir que la extrapolación de instituciones políticas y jurídicas que se consideran convenientes, desde sociedades bien ordenadas hasta contextos problemáticos, debe estar mediada por una exhaustiva observación de todas las variables que pueden influir en su funcionamiento. A pesar de que la institución de la justicia constitucional es de vieja data en el sistema político colombiano, pues sus antecedentes se remontan a 1838, la creación de una Corte Constitucional sí ha representado una novedad de la Constitución de 1991 y su funcionamiento ha suscitado una verdadera revolución en la práctica de los sistemas político y jurídico.
En cuanto a lo primero, debe decirse que la institución de la Corte Constitucional, influida por las experiencias positivas sobre los aportes que los tribunales constitucionales llevaron a cabo en la Alemania de la posguerra y la España de la transición posfranquista, se situó en un contexto sui generis a nivel de política y derecho constitucional comparados. Desde su independencia de España en 1810, la historia política de Colombia se ha escrito por una interminable guerra fratricida que aún no termina. Durante todo el Siglo XIX y hasta bien entrada la mitad del Siglo XX, las guerras entre los adeptos a los dos partidos políticos tradicionales: el liberal y el conservador, produjeron un derramamiento de sangre sólo comparable con el de la revolución mexicana. Dicho derramamiento se atenuó en los años setenta, cuando los líderes de tales partidos se repartieron el poder para gobernar de forma alternativa, un gobierno para un partido y el siguiente para el otro, mediante una fórmula que se conoció como el Frente Nacional. Esta fórmula, sin embargo, clausuró el sistema político a cualquier otro tipo de pensamiento político diverso al de las elites liberal y conservadora. Estas elites defendían al unísono el monopolio de los medios de producción, sobre todo de la tierra, y no podían canalizar los clamores de las clases proletarias, los indígenas y los campesinos, dominados siempre por los latifundistas. La única diferencia entre liberales y conservadores, escribió alguna vez García Márquez, consistía en que los primeros asistían a la misa de siete y los segundos a la misa de nueve.
La clausura del sistema político durante el Frente Nacional fue el sustrato propicio para el surgimiento y la consolidación de diversos grupos guerrilleros. En sus orígenes, los alzados en armas defendieron pensamientos de izquierda cercanos al marxismo y al maoísmo, que enarbolaban como alternativa al pensamiento unificado liberal y conservador. De este modo, la guerra continuó, pero los adversarios cambiaron su estandarte. Con apoyo del gobierno norteamericano, el Estado intentó exterminar los grupos guerrilleros, que a su vez recibían apoyo, y no sólo ideológico, de la entonces poderosa Unión Soviética y de la revolución cubana. Sin embargo, ninguno de los bandos obtuvo la victoria. Miles de bajas debilitaron al Estado Colombiano que, a pesar de llamarse tal, nunca ha ejercido el monopolio de la fuerza en todo el territorio nacional. La guerrilla, por su parte, ha pervivido tras distintas mutaciones. La más notable, consecuencia de la caída del muro de Berlín, fue la pérdida absoluta de su norte ideológico y de su proyecto de alternativa política, y su transformación en una empresa lucrativa de crimen organizado, secuestro y apoyo al narcotráfico.
La Constitución de 1991 surgió como una esperanza en medio de la más aguda crisis. Su proceso de elaboración fue el primero de índole democrática en la historia republicana de Colombia. Era la primera constitución que no había sido impuesta por un partido vencedor en una batalla y la primera redactada con participación de representantes de los grupos más emblemáticos del muy heteróclito tejido social colombiano. Su principal lema fue el pluralismo. Intentó enmendar la histórica clausura del sistema político con la inclusión en él de representantes indígenas, proletarios y guerrilleros y de un extenso catálogo de derechos sociales con fuerza vinculante, que obligaba al Estado a renunciar a la inacción y al abandono de los grupos discriminados y tradicionalmente desprotegidos. A su vez, junto a las instituciones del gobierno presidencial y de democracia representativa, se creó una Corte Constitucional, como vigilante de las promesas del pacto constituyente.
En este panorama político, el funcionamiento de la Corte Constitucional ha estado determinado por un sinnúmero de interesantes paradojas. Por una parte, ni siquiera bajo la vigencia de la Constitución de 1991 el Estado ha tenido poder militar y político suficiente para reducir a la guerrilla y a otros grupos al margen de la ley como los paramilitares y las bandas de narcotraficantes. Como consecuencia, el territorio colombiano es un caso paradigmático de lo que el sociólogo Boaventura de Souza Santos ha llamado: pluralismo jurídico. Se trata de la coexistencia en un mismo espacio geográfico de diversos sistemas jurídicos con reglas diversas y distintos niveles de eficacia. De este modo, el orden jurídico estatal, basado en el reconocimiento de los derechos fundamentales que la Corte Constitucional defiende, debe coexistir con otros sistemas de reglas y principios jurídicos, respaldados por la muy efectiva coacción de las armas guerrilleras, narcotraficantes y paramilitares, en donde la violación de los derechos humanos se acepta como algo cotidiano y rutinario. Esta circunstancia quizás logre explicar la paradoja de que en un país reseñado siempre por los observadores internacionales por las conocidas violaciones de derechos humanos, exista también una Corte que los enjuicie y haga efectivos con las más refinadas técnicas metodológicas, a la usanza de los mejores dogmáticos alemanes y norteamericanos. Desde luego, esta garantía de los derechos resulta encomiable. Con todo, en este aspecto tal vez debería hacerse eco de la famosa sentencia del filósofo Richard Rorty, en el sentido de que sería mejor para los derechos humanos si nos ocupáramos más de asegurar sus condiciones de realización práctica y no tanto de su fundamentación filosófica, o debería agregarse, de la más refinada técnica para su aplicación jurídica.
Una segunda paradoja atañe a la relación entre la Corte Constitucional y el sistema político. La apertura de la escena política a grupos y movimientos de toda laya, además de los partidos tradicionales, ha llevado a una conformación por entero caótica del parlamento, en donde las mayorías son fluctuantes y se mueven al vaivén de las conveniencias políticas que ofrecen las prácticas de clientela. Esta circunstancia ha robustecido el presidencialismo. La histórica falta de equilibrio entre el poder del Presidente, que en toda América Latina cuenta con legitimidad democrática propia por su elección directa e independiente, y el poder del Congreso, se ha acentuado a causa de la desestructuración del sistema de partidos. Las consecuencias no sólo se han reflejado en la ya bien conocida pérdida de la capacidad legislativa del congreso, sino ahora en su capitis diminutio en materia de control político. Ni aún la introducción de mecanismos de control propios del parlamentarismo, tales como la moción de censura o las preguntas y las interpelaciones, han servido para atenuar el hiperpresidencialismo constante en Colombia, y con ello, la alteración del principio de división de poderes y de su corolario, la idea básica del Estado de derecho, según la cual el poder debe controlar al poder para evitar los excesos. Los gobiernos de turno han conseguido manipular las fluctuantes fuerzas políticas para evitar el control, no sólo hacia las políticas públicas, sino incluso hacia la moralidad de los presidentes.
Este escenario ha llevado a que la Corte Constitucional haya asumido, con gran legitimidad y respaldo popular, un papel que en principio no le correspondía, y se haya erigido a sí misma en una instancia de control político tanto del Ejecutivo como del Legislativo cuando ha sido demasiado aquiescente con el gobierno. En este sentido, la prominencia del hiperpresidencialismo y el déficit de control parlamentario se han intentado mitigar con la ampliación quizás incluso inadmisible del control de constitucionalidad. Este control, que en principio fue ideado como un control jurídico objetivo, fundado en técnicas interpretativas elaboradas por la metodología constitucional y la dogmática de los derechos fundamentales, se ha transformado en un control con claros tintes políticos, en donde ya no se discute acerca del contraste entre la ley y la Constitución sino sobre la conveniencia o coherencia de ciertas políticas públicas. En esta dirección, incluso la Corte Constitucional se ha atribuido el control no sólo formal sino también material de los actos de reforma de la Constitución, cuando estos han sido propuestos por el Gobierno y llevados a cabo por el Congreso en funciones de constituyente secundario. A diferencia de constituciones como la Ley Fundamental de Bonn, la Constitución colombiana carece de cláusulas de intangibilidad. Esto quiere decir que, según lo prescrito por el texto constitucional, este puede ser reformado por el constituyente secundario en todas sus partes. Pues bien, la Corte Constitucional ha defendido la tesis de que no es necesario que existan cláusulas explícitas de intangibilidad, pues ellas se encuentran implícitas en la Constitución de 1991 y en cualquier otra constitución. Por lo tanto, la función de dicha Corte no sólo es descubrir el contenido de dichas cláusulas, sino a la vez, verificar que los actos de reforma de la Constitución no las vulneren. De este modo, la Corte no sólo enjuicia sino que además crea el criterio de enjuiciamiento, no sólo pesa sino que a la vez crea la balanza. En la actualidad, la Corte debe pronunciarse sobre el contenido formal y material de una reforma constitucional que posibilita la reelección presidencial, incluso del actual Presidente, Álvaro Uribe, quien goza de gran respaldo popular. Sin entrar en el grave problema ético de que un gobierno impulse la reforma de la Constitución y cambie las reglas del juego político para hacer posible su propia reelección, lo cierto es que la Corte Constitucional debe enjuiciar de fondo la posibilidad de la reelección. Al tratarse de una reforma a la Constitución, y con mayor especificidad a una Constitución que carece de cláusulas de intangibilidad, la Corte no dispone de ninguna norma de contraste ni de ningún criterio jurídico para su sentencia. Se trata entonces de un juicio abiertamente político, de un control político a la acción del Ejecutivo y el Legislativo.
Sin embargo, el ámbito en el que el ejercicio de control político por parte de la Corte Constitucional ha sido más notable es el de los derechos sociales. En este terreno la Constitución de 1991 se ha visto enfrentada a otra paradoja. Justo el año de la expedición de esta Constitución, la más generosa en consagración de derechos sociales en la historia de Colombia y una de más generosas en todo el mundo, el gobierno de turno adoptó las irreversibles directivas neoliberales de reducción de la administración pública impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Como consecuencia de estas políticas, el Estado y sobre todo la Administración Pública perdió su capacidad efectiva de satisfacer los derechos sociales establecidos en la Constitución mediante una prestación de los servicios públicos orientada por el interés general. Vastas áreas de la economía fueron privatizadas y asuntos como la salud, las pensiones o la educación quedaron al albur del interés económico particular. La paradoja es inocultable: cada individuo es titular de ciertos derechos sociales que el Estado debe pero no puede cumplir.
Ahora bien, la Corte Constitucional ha cumplido un papel estelar en la solución de esta paradoja. Los derechos sociales son promesas de prestaciones que la Constitución hace a cada individuo y la Corte Constitucional es el garante de su cumplimiento. Por esta razón, no es extraño que la incapacidad del Estado para satisfacer los derechos sociales haya llevado a la instauración masiva ante la justicia constitucional de acciones de tutela en las que se pide que se conmine a la Administración Pública a llevar a cabo las prestaciones que en teoría pueden deducirse de los derechos sociales. Es a todas luces evidente que la aplicación jurídica de los derechos sociales resulta bien compleja. Las disposiciones constitucionales que establecen los derechos a la salud, a la vivienda digna, a la educación, al salario y a la pensión, son estructuralmente indeterminadas. Esto quiere decir que así como un salvavidas puede emprenden diversas acciones para salvar a alguien está en peligro de ahogarse, el Legislador y la Administración, según criterios de oportunidad económica, política y social, puede intentar satisfacer las pretensiones de los derechos sociales de muy distintas maneras. Hay tantas formas de cumplir los derechos sociales, como maneras técnicas de satisfacer las pretensiones que ellos implican.
A pesar de ello, la Corte Constitucional, en un claro ejercicio de control político a lo que desde su punto de vista constituye la insuficiencia de las políticas públicas, ha aplicado directamente los derechos sociales y a escogido criterios óptimos para su satisfacción. Es así como, por ejemplo, ha especificado las condiciones estructurales que las cárceles deben tener para garantizar los derechos de los presos (Sentencia SU-995 de 1999), ha señalado que el salario de los funcionarios públicos no puede congelarse sino que cada año debe aumentar de acuerdo con la inflación (Sentencias C-1433 de 2000, C-1064 de 2001, C-1017 de 2003 y C-931 de 2004), ha declarado inconstitucionales normas de un sistema de financiación de vivienda que consideraba inconveniente y contrario al derecho a la vivienda digna (Sentencias C-383, C-700, C-747 y C-995 de 1999), ha establecido que el gobierno no puede variar las expectativas salariales y prestacionales de los servidores públicos establecidas en convenciones colectivas (Sentencias C-038 y 754 de 2004), ha protegido el derecho de los vendedores ambulantes a trabajar informalmente en la calle (Sentencia T-772 de 2003) y ha estimado que la protección que el gobierno ha dado a los desplazados de la violencia es insuficiente (Sentencia T-025 de 2004). Para camuflar sus apreciaciones políticas, la Corte Constitucional ha observado en algunas de estas sentencias la existencia de un “estado de cosas inconstitucional”. Esta figura, que la Corte reviste con una apariencia de criterio de interpretación jurídica, no es más que la afirmación de que la realidad aún no es como debería ser según la Constitución, o, si se me permite, que la realidad aún no es como debería ser según la Corte piensa que la Constitución establece.
Para mal o para bien, esta función de control político ejercida por la Corte Constitucional cada día recibe un mayor respaldo, no únicamente en la opinión pública sino también en ciertos sectores de la academia. No obstante, las intensas afectaciones del principio democrático y los desequilibrios presupuestales que este ejercicio del poder suscita deben tomarse en serio y deben ser objeto de una reflexión más profunda desde la teoría del Estado y de la Democracia, la filosofía política y el derecho constitucional. Quizás no sólo cobre de nuevo vigor la pregunta sobre el guardián del guardián, que inspirara la conocida polémica entre Hans Kelsen y Carl Schmitt, sino además si el interrogante más profundo de si es filosófica y políticamente legítimo que en países como Colombia la democracia se restrinja por la necesidad de protección de los derechos sociales y de controlar el presidencialismo. ¿No será tal vez esta una renovada forma de autoritarismo, menos espectacular que las dictaduras militares, pero igualmente restrictivas de la autonomía política? O, por el contrario, será éste un bienquisto camino hacia la tan ansiada estabilidad política en América Latina y el resto del mundo periférico, que ha encontrado en la justicia constitucional un medio para la realización efectiva de la justicia social, la igualación entre clases y el control de poder. Responder a este dilema es uno de los más interesantes desafíos políticos de Colombia y otros países en este Siglo.