PARA LA UNIÓN DE LAS PARTES ENTRE SÍ
Federico PalomoEl jesuita Francisco Javier emprendía en 1540 el viaje que lo conduciría de Roma a la ciudad de Lisboa, respondiendo así al pedido de Juan III de Portugal, interesado en emplear a los religiosos de la naciente Compañía de Jesús en la empresa de evangelización de su imperio asiático. Persuadido de que su destino final serían regiones cuya lejanía hacía improbable un eventual regreso a Roma, el futuro «apóstol de la India» escribía desde Bolonia al general de la orden, Ignacio de Loyola, señalándole que «pues por letras tantum creo que en esta vida nos veremos, y en la otra fatie ad fatiem con muchos abraços, resta que en este poco tiempo, que desta vida nos queda, por frequentes letras nos veamos».

Este testimonio no deja de ser expresivo, al mismo tiempo, de la importancia que la correspondencia epistolar asumió en el cotidiano de los jesuitas, tanto para quienes tuvieron obligación de escribir cartas, como para los que, sin el peso de esa ocupación, las escuchaban o leían, «viendo» por medio de ellas las acciones que sus correligionarios desarrollaban en otras tierras y latitudes. Lo cierto es que la Compañía de Jesús, desde el mismo momento de su fundación, hubo de confrontarse con los problemas que acarreaba la dispersión de sus miembros. El establecimiento de comunidades jesuitas por diferentes partes de Europa, Asia, América e, incluso, África fue un fenómeno que no dejó de aumentar de forma rápida y exponencial en las primeras décadas de existencia de la orden.


Con todo, la comunicación por letras misivas no se vio apenas desde una perspectiva estrictamente administrativa.

Así, además de las misivas de carácter personal o aquéllas referidas a cuestiones de gobierno, que tuvieron una difusión restringida entre los responsables de la orden, los jesuitas desarrollaron un tipo de escritos epistolares de naturaleza edificante que circularon ampliamente, aunque de forma controlada, entre las comunidades ignacianas e, incluso, fuera de ellas. Se trataba de cartas que los religiosos de la Compañía enviaban desde diferentes partes del mundo a centros como Coímbra y, sobre todo, Roma, desde los cuales se reexpedían, convenientemente corregidas, en copias manuscritas o impresas a otras residencias de la orden. Este tipo de misivas solían dar cuenta de los progresos de una misión, de un colegio o de una provincia de la Compañía, señalando algunos de los hechos más notables que se habían producido y, en especial, aquellos que, con un valor religioso y apostólico más elocuente, habían protagonizado los miembros de la congregación ignaciana.

Más allá de su mayor o menor fidelidad a las realidades que describía o narraba, este tipo de correspondencia tuvo sobre todo un carácter ‘construido’. Sus formas y contenidos, lejos de ser fortuitos, se articulaban en función de una particular eficacia comunicativa que buscaba así orientar la conducta e impresiones de quienes leían u oían este género de escritos epistolares y, en especial, de los propios religiosos ignacianos. En este sentido, su elaboración no sólo estuvo sujeta con frecuencia a procesos de escritura en los que los textos eran sucesivamente copiados, corregidos y reelaborados antes de llegar a públicos más numerosos, incluso dentro de la propia orden. También la exposición de las historias que contenían obedecía a menudo determinadas estrategias narrativas que, con base en modelos como el exemplum de origen medieval, daban a los episodios protagonizados por los religiosos de la Compañía una dimensión casi teatral. Éstos surgían representados ante los lectores como instrumentos de la voluntad y de la gracia divinas, operando conversiones y milagrosas curaciones, saliendo airosos de los embates del diablo o siendo objeto de injustas persecuciones. Lo cierto es que, al hilo de este género de representaciones, las cartas tejieron toda una serie imágenes retóricas (el jesuita como apóstol, como operario de la viña de Dios, como soldado de Cristo, como mártir) que remitían indirectamente algunos de los textos fundamentales de la espiritualidad ignaciana, haciendo así de las acciones y de los religiosos que surgían en los episodios de estas misivas, expresiones extraordinarias de la propia idiosincrasia jesuita.
